Inquietos por no poder alcanzar
las cumbres de los seis dientes de los Morrones de Ladruñán nos quedamos todo
el día tras los cristales viendo como diluviaba en el tercer fin de semana de
octubre. Era necesario que lloviese después de tantos meses de fuerte sequía,
estábamos contentos por ello, pero también ansiosos por escalar. La sensación
es extraña y genera sentimientos contrapuestos. Imagino que del mismo modo se
sentirían los gladiadores romanos aguardando en la galería subterránea del
anfiteatro para salir a luchar. Nervios por terminar lo que ya no tiene vuelta
atrás por decisión propia a sabiendas de que te juegas la vida en el intento,
evocando en la mente como puede ser la gloria de la victoria o por el contrario
tu final, transmitiendo en la agonía las últimas voluntades a tu compañero -“Por
favor no dejes que esto acabe tras mi deceso, lucha por alcanzar nuestro sueño
de vencer siempre. Cuéntales a todos que fuimos muy felices intentándolo y que
nos sentimos grandes ganando esplendor y gloria en cada victoria”.
Los Morrones de Ladruñán son unos
Mallos-testigo del conglomerado terciario que han quedado erguidos como
menhires, tras la denudación de los materiales que los mantenían enterrados
desde hace unos 25 millones de años. La erosión ha exhumado sus imponentes
esqueletos e impresionan a todo aquel que mantiene su mirada hacia ellos cuando
se aparecen tras la curva descendente al salir de la rambla en el camino del
Mas de Pardo. Nosotros hemos aceptado el desafío de sus miradas, escalarlos.
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