Javier Magallón en la cumbre.
Nos pareció que cumpliríamos un
sueño llegando allá arriba. Una travesura, un capricho de antaño nacido a primera vista el
día en que divisamos por vez primera esa magnífica piedra colgada en equilibrio
sobre arcillas neógenas. Pesaba más nuestra obsesión por subir que el respeto
que le debíamos a la virginidad de una formación rocosa tan antigua y singular. Sus aproximados
veinte millones de años de edad empequeñecen microscópicamente nuestro todavía
no alcanzado medio siglo y la hacen parecer inmóvil y eterna, pero en realidad
sus milenios están contados. El conglomerado que corona esta chimenea de hadas
ha protegido de la lluvia durante los últimos tiempos al basamento de arcilla
que la sustenta y lejos de nacer de la tierra creciendo hacia el cielo como
pueda parecer, ha sido el único testigo vivo de la rambla de La Guea que ha
quedado en pie, certificando como era el suelo de la red hídrica antes de que
la erosión excavase el resto hundiendo en el terreno y encajando en el paisaje
las cárcavas laberínticas que se divisan perfectamente por doquier desde la
cumbre de nuestra dama recién escalada. Probablemente permanezca en pie largo
tiempo después de que nosotros perezcamos e incluso quede algún resto para
cuando la humanidad pase a la historia, pero tarde o temprano gajo a gajo los
fenómenos atmosféricos se la irán llevando hacia el fondo de los barrancos
afilando más aún su silueta, dejando capas de corte limpias como la que hemos
utilizado hoy para escalar empleando las más inesperadas y menos ortodoxas
técnicas del artificial. Dos clavos de hierro corrugado introducidos al menos
treinta centímetros en la arcilla y dos parabolt en la cara rocosa de la que se
escindió la última parte del sombrero, nos han servido de apoyo para progresar.
Su cumbre a partir de hoy ya no nos es ajena y aunque no le hayamos pedido
permiso para abordarla, hemos bajado eufóricos por la hazaña conseguida. Pero
aún no sabíamos su nombre, así que nos hemos acercado a La Guea para preguntar,
buscando a un lugareño que se sienta alegre por tener el privilegio de vivir en
un pueblo donde todavía se oyen aullar a los perros en las noches de luna y
donde se puede escuchar el canto de los gallos en los rojizos amaneceres.
Un bar podía ser el lugar
perfecto de reunión donde encontrar a alguien de estas características, pero al
llegar a la puerta tres feroces perros nos han recordado que no hay nada bucólico
que buscar en sus ladridos “Están para defender y esto ya no es un bar” nos
advirtió el dueño. “Una última pregunta, por favor”- solicitamos.
Al menos averiguamos su
bonito nombre: La piedra de la Milocha.
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